
El Burro Políglota. Anexo 1. En Un Lugar De La Manga


Lucas, el antiguo compañero de jaula del Mariano
Nunca pensé que lo último que vería antes de morir sería la lengua de un poni lamiéndome el hocico. Ahora el calor de su saliva ha desaparecido, lo cual me tranquiliza, al contrario de lo que pueda parecer.
–Cuéntame un cuento y me callo –dijo el poni la noche que llegó a nuestra jaula. Era un potrillo déspota y cariñoso–.
–¿¡Qué!? –contesté–.
–Que me cuentes un cuento y me callo –rebuzgritó–.
–Que cansino eres poni. Ya te he dicho que no sé contar cuentos, maricón.
Al escucharme dejó de gimotear por un momento. Y volvió, amortiguado por una sordera que me vino con la edad. El zumbido de las chicharras en el silencio de la noche.
Miré al cielo y una luz parpadeante se movía entre las estrellas. Recordé entonces una historia que quizás pudiera servir para entretener al poni. Y anduve tranquilamente hasta su cajón refugio, observando a través de las verjas la noche oscura en la huerta.
–Poni, ¿cómo te llamas? –le pregunté al llegar. Y él habló rápido, gimoteando y con ojos vidriosos. Estoy seguro que quería darme pena–.
–Me llamo Mariano.
–Ummmhh, Mariano. Me gusta tu nombre. Qué bonito –haciendo movimientos con la pezuña en el aire, como siguiendo el compás de las chicharras añadí–: ummmhh, qué sonoro, qué onomástica más rica y diversa la de nuestro lenguaje, ¿verdad?
El poni hizo un gesto arqueando las cejas. Parecía extrañado por mis relinchos.
–Ma-Rí-A-No –pronuncié repitiendo cada sílaba con una sonrisa forzada. Y le pregunté de improviso acercando mi hocico al suyo–: ¿Realmente quieres que te cuente una historia?
–Eh, ¿síiii? –contestó dubitativo–.
Ahora, me miraba con el hocico ladeado. Como de reojo. Y seguí hablando. Quería verlo reír y que dejara de llorar.
–Te voy a contar cómo conocí a un antiguo novio llamado Harol. ¿Quieres? –él poni asintió–.
–Hace mucho tiempo trabajaba en el circo. Y llegó a oídos de mi amo de aquel entonces de que estaban haciendo una película con todas las estrellas de la época en La Manga del Mar Menor. El caso es que necesitaban un caballo blanco. Y nada, allí nos presentamos.
El poni parecía ahora confundido, extrañado e interesado a la vez. Su expresión fue cambiando y vi en su morro una mueca de asombro. Cuando en la oscuridad de la huerta, al otro lado de la verja, apareció el mar, la arena y unos chiringuitos de la época, decorados con banderitas de colores.
En un lugar de La Manga
El sol salía por encima de la línea que divide el cielo con el mar. Yo lo veía todo por entre las rejas de la caravana. A ambos lados, dos mares iridiscentes y, en la arena, barcas, pescadores, chiringuitos acicalados con banderitas de colores y edificios tan altos que no alcanzaba a ver la línea que los separaba del cielo. Saqué el hocico y se olía humedad salada mezclada con fritanga.
Paramos en el paseo marítimo, junto a la carretera. Había una explanada preparada para nosotros. Mi amo se las arregló para ir directamente a ensayar en la playa. Sin ayudar a montar carpa ni nada. Me puso la manta dorada, el casco plateado y nos fuimos. Le gustaba ensayar con toda la parafernalia. Incluso él llevaba el traje de domador. Y allí estábamos, en la playa.
El mar tiene algo porque, aunque nunca lo hayas visto ni lo hayas escuchado, el sonido de las olas cobra un sentido. Es como si siempre te hubiera estado esperando. Me quedé embobado al verlo. Yo era un caballo de ciudad. Aún recuerdo perfectamente el rugir de las olas.
Estábamos trabajando en un nuevo número en el que tenía que salir de una caja al escuchar un silbido muy agudo. Mi amo trazó una línea en la arena y yo la traspasaba al escuchar un silbido muy agudo. Que hacía disimuladamente acercando su mano a la boca. Mi amo estaba encantado.
Una de las veces, el sonido me retumbó en las orejas, pero no me moví. Porque a lo lejos vi un carromato con un caballo blanco salpicado de manchas naranjas. Trotaba de una forma graciosa. Era como si diera pequeños saltitos. El carromato era uno de esos antiguos carretones al cual le habían sustituido las ruedas de madera por unas de coche. Lo conducía una mujer de pelo largo con sombrero de cauboy.
Cuando llegaron a nuestra altura, mi amo estrelló con tal fuerza su mano sobre mis cuartos traseros que salí disparado y choqué contra un caballo que tenía una gran mancha naranja cubriéndole media cara y parte de una pata.
–¡Qué pasa, maricón! –dijo el caballo al recibir el impacto. Y dando un paso hacia atrás para verme mejor habló por primera vez.
–Uuhhh, ¡me quedo muerta! ¡Qué porte tienes, nena! ¿Y ese casco? Con pluma y todo. ¿De dónde lo has sacaaado? ¡Qué maraaaaviiiilla!
Arrastraba el relincho cuando lo creía conveniente y tenía un acento dulzón, como de pueblo. Aiisshh –decía a veces–.
–Me lo han puesto –contesté estirando la cabeza para que me admirara y añadí–. Trabajo en el circo.
–Qué buuuueeeno trabajar en un circo. ¿Cómo se hace para trabajar en eso? Aiisshh. Yo quiero llevar ese casco.
Era un caballo que relinchaba por todo. Me hacía mucha gracia y le contesté haciéndome el interesante.
–No sé, yo nací en el circo. Me lo han puesto.
–Ahhh, qué suerte. Te llevo oliendo desde la otra punta de la playa, maricón –dijo mirándome a los ojos–. Dame dos besos, o los que tú quieras, rey –añadió–.
Le besé en la mejilla, rápido y directo. Él me correspondió al beso de igual manera y, al cruzarnos los morros, nos rozamos los labios. Comenzamos entonces a lamernos la boca, luego la cara, las orejas, los ojos. Fue maravilloso, hasta que supongo que los amos se cansaron de vernos o de hablar entre ellos y tiraron de las riendas para separarnos…
Aiisshh, el tiiirón que me ha pegado, ¡tía, míiirala! Estará contándole lo de siempre. Que vivía en Ibiza, que quiere volver y que esto no le gusta, ¡menuda pájara!. No deja uno vivo, ¡jaaa! Que no le gusta dice, si aquí está encantá.
Era muy gracioso y yo no paraba de reír. Miré su mancha naranja y caí en que no sabía su nombre:
–¿Cómo te llamas? –pregunté–.
–Harol. ¿Y tú?
–Yo me llamo Lucas. Es la primera vez que escucho el nombre Harol.
–Yo tampoco lo había escuchado antes. Hasta que ésta me lo puso. Así se llamaba un novio que tuvo en Ibiza. Decía que tenía los ojos como yo, rasgados. Como era japonés... americano-japonés. Aiisshh la tía. Parece ser que flipó cuando lo vio entre unos pinos, en una playa de Ibiza –relinché de risa, más que nada por su forma de hablar–.
–¿De qué te ríes? ¿De mi ama o de mi nombre?
–No, tu nombre es bonito.
–¿Verdad? Antes me llamaba Rocinante –y volví a reír–.
–Es verdad, no te rías. Vivía en la Mancha. En la meseta. Ni siquiera sabía lo que era una montaña. Bueno, sí lo sabía, que las veía a lo lejos. Ya me entiendes...
He de reconocer que me hipnotizaba su forma de hablar.
–Entonces, ¿cuánto llevas aquí?
–Pues mucho. Aiisshh, ¡maricón! ¿Cómo te lo cuento? Pues verás, lo que te decía. Yo vivía en la Mancha y mi padre era un semental. Y el padre de mi padre, también –de repente paró de relinchar me miró y dijo–: No te rías, ¿ehhhh?.
–No me he reído –contesté–.
–Pues eso, que era yo, el que tenía que montar a las yeguas. Para el buen funcionamiento de la explotación ganadera, ya ves tú… Aquello eran terrenos y más terrenos hasta donde alcanzaba la vista, nunca se acababan.
Me traían yeguas y yo me llevaba muy bien con ellas. Eran maravillosas, con sus melenas largas al viento. Eso sí, algunas tenían una vida muy triste. Me contaban que, no paraban de trabajar y parir potrillos. Y yo que soy un sentimental, aunque no lo parezca, pues me daban lastima. Y les hacía cosquillas con el morro, y ellas a mí. Que graciosas eran. Aiisshh.
En esos momentos mi antiguo amo se emocionaba junto a mi padre y el amo me hacía señas e imitaba lo que tenía que hacer en el culo de mi padre. Aiisshh. Yo lo veía así pequeño rechoncho y calvo que era, moviendo las caderas en el culo de mi padre y no podía parar de relinchareir. Mi padre por su parte, ponía cara de circunstancias. Las yeguas también se relinchareian. Hubo una que se estuvo relincharriendo hasta dentro del camión. Subida y arrancaba el camión y todo, ehhh. Se la escuchaba hasta que desapareció por el valle la camioneta que la trasportaba.
Yo lo vivía como algo bonito, divertido y gracioso. Pero supongo que ellos no.
Y nada. Al final me llevaron a una feria y ésta –dijo señalando con el morro a su ama– apareció por allí. He de decir que me vio, fue a mí y preguntó “¿Como está el Harol?” Creo que ya antes le habían dicho que yo era un semental fallido. Ya ves tú. Y hasta ahora. Pagó sin pensarlo lo que le pidieron por mí y me trajo aquí, ni tan mal. Aiisshh. La verdad que me trata como un rey, las cosas como son. En fin.
¿Y tú que haces aquí? –preguntó girando el cuello–.
–Pues un poco como tú, por mi amo. Quiere que participe en una película que se hace aquí en La Manga.
–Ahhh, ¡qué bueno! Yo también quiero salir en esa película. ¿Siempre has estado en el circo?
–Sí, no recuerdo otra cosa.
–¿Y él? con esos brilli, brilli que lleva en el uniforme –dijo señalando con el morro a mi antiguo amo–.
–Él es actor y se casó con la hija de los jefes. Quiere conocer a los actores famosos de la película. Estoy aquí por eso.
Mi amo me interrumpió tirando del cordel y nos dio tiempo a darnos dos lametones más antes de que el Harol y su ama desaparecieran por entre las dunas de la playa…
Volví a la jaula, el poni estaba muy atento mirándome y las chicharras seguían con su cri, cri.
Más tarde, fui seleccionado para hacer la película. Buscaban un caballo blanco con un amo que lo hiciera ponerse a dos patas. No tuve competidores.
Me pasé todo el rodaje mirando y oteando el aire para encontrar al Harol. Me llevaron a una montaña que daba al Mar y me montó un único actor. Después mi amo. Al final, solo aparecí en los títulos de crédito. Igual, mi amo estaba muy contento. Pudo conocer a los actores que él quería. Porque nos invitaron a la fiesta de fin de rodaje. Fue allí donde me encontré con el Harol.
Instalaron un toldo pegado a la terraza del hotel que daba a la playa. A los caballos nos aparcaron junto a los coches entre la carpa y el mar. Y cuando menos lo esperaba llegó el Harol. Su ama lo aparcó justo a mi lado. Pasamos toda la noche juntos, intimando. Esta vez no lo deje hablar. Nos interrumpían constantemente los humanos que salían para ir al coche o para mear.
En una de las ocasiones, salieron dos chicas con vasos en la mano que no paraban de reír. Al vernos tan juntos se nos acercaron para acariciarnos. Comenzaron a maquillarse y hacerse fotos con nosotros. Una se subía encima y la otra hacía las fotos. La que hacia las fotos me dio un beso y todo en el morro. Disparaba la foto, salía el papel por debajo de la cámara y mientras lo sacudía para que se secara le decía a la otra:
–Concha, ahora súbete encima.
Y volvía a reír. Estaban muy contentas y achispadas. Después, se pusieron a maquillarse. No paraban de reír y el Harol chupó el pintalabios. Se le quedó toda la boca manchada hasta que se lo tragó. Las mujeres se desternillaban, y yo también. Una de ellas dijo:
–Espera Concha, sujeta esto. –le dio el vaso, cogió la cámara, estiró los brazos y puso el objetivo frente a nuestras caras y hocicos. Las dos se colgaron de nuestros cuellos y una de ellas dijo “wiski…”–.
Comenzaron a alejarse para volver a la carpa. El papel –la foto– salió por la parte baja de la cámara. Una de ellas comenzó a moverla para que se secara. Al verla, volvieron para enseñárnosla. Por lo que pude comprobar, estábamos guapísimos los cuatro. Aunque a nosotros se nos notaba su peso en el cuello.
–¿Qué? Parezco una mamarracha. ¿A que sí? –preguntó el Harol–.
–No –le contesté sonriendo. Tenía un aspecto muy divertido con el pintalabios extendido por el morro–.
–Pues toma –dijo queriendo extenderlo por el morro–.
Las dos se fueron por donde habían venido al escuchar una canción que decía: “Vivir así es morir de amor”.
–…Y…Fin
En la huerta. Para mi sorpresa, Mariano seguía con los ojos abiertos e intrigado me preguntó:
–¿Esa es la última vez que lo viste? –pienso por un momento y la respuesta sería que sí, porque realmente fue la última vez que vi al Harol, pero al poni le digo–: verás, para eso tienes que cerrar los ojos. ¿De acuerdo?
–Sí –contestó haciendo lo que le dije–.
–Estaba en la furgoneta que me transportaba ya de vuelta. Por el mismo camino que habían traído. Comenzaba a amanecer y dos mares iridiscentes nos saludaban. Uno a cada lado. Y yo observaba triste la última visión que tuve del mar. Quería retenerla para siempre. Abría y cerraba los ojos.
Al final, los cerré, como tú los tienes ahora. Me dio el olor al Harol. Y por un momento lo vi. Corría a acompañarme detrás del mi carromato con su ama encima moviendo el sombrero de cauboy. Galopaba con la lengua fuera. Nos acompañaron hasta el cartel que anuncia la entrada a La Manga y allí se quedaron. Esto, aunque me produjo tristeza cuando desaparecieron de mi vista, me hizo dormir hasta mi siguiente destino…
Observó al poni en la jaula. Se ha dormido. Y yo por fin. Puedo descansar junto al sonido de las chicharras. Cri, cri, cri.
FIN
Aventura en huerta
